Si tienes un flequillo, tienes un problema


El momento en el que te encuentras frente al espejo del cuarto de baño y decides que vas a cortarte el flequillo tú misma es uno de esos momentos dramáticos que inexplicablemente se repiten de forma periódica en la vida de casi toda mujer (aquellas que vivís sin visera peluda…os envidio). Imagino que debe ser comparable al momento en el que decides tener otro hijo, “el velo de la virgen”, como lo llaman en Venezuela, cae sobre tu memoria y ya no te acuerdas de las noches en vela ni de los dolores de espalda, lo piensas y llegas a la conclusión de que “tampoco fue para tanto” y antes de que te des cuenta, zas, te has hecho OTRA VEZ un trasquilón de dos dedos por encima de la frente que te hacen rodar dos lágrimas amargas de rabia. Pues eso hice yo ayer, lo del flequillo, claro, lo del hijo déjate.


Las fotos no tienen nada que ver con el texto, no tenía con qué ilustralo y he preferido decorarlo con imágenes captadas por las calles de San Francisco
Me envalentoné, me crecí y a punto estuve hasta de hacerlo con las tijeras de cortar tela, con las que 
os aseguro se podría hasta deshollinar un becerro. Por suerte, en el último momento pudo conmigo la pulcritud de no consentir que esas tijeras corten NADA que no sea tela y cogí unas más pequeñas, menos mal, si no ahora mismo podría estar emitiendo el mismo sonido que Darth Vader al respirar a través de mi flamante tercer orificio nasal. El caso es que me corté el flequillo y obviamente y como ya sabía de antemano, pero por algún motivo prefería olvidar, me ha quedado fatal; así que tendré que ir a la peluquería y ahí amigos es donde me entran las dudas existenciales.

Hace cuatro cortes de pelo encontré la peluquería de mi vida, el sitio es cutre a morir y, cuando digo cutre, no me refiero a que te lave el pelo una ayudante que parece salida de Mordor Shore (esas son legión), me refiero a que, mientras estás sentada en manos de semejante, te llegan los efluvios de una papelera para todo que hay cerca donde se mezcla amoníamo, con ceniza, con algo en descomposición, por lo que tienes aguantar la respiración hasta que te pasan a la silla. ¿Y por qué voy? Porque la primera vez que entré por casualidad me hizo EL corte de pelo de mi vida, me leyó la mente, entró en mi cerebro, leyó mis debilidades, proyectó mis sueños en sus manos y salí de allí pareciendo Freja Beha después de un día de yatching en Turk and Caicos. Con esa premisa las siguientes veces fui golpeándome el trasero con los talones de felicidad en el camino pensando en mi inminente transformación propia de “Tu cara me suena”, pero no fue igual, parecido, sí, igual no. Y no sé qué hacer, si volver y darle otra oportunidad más o buscarme un novio nuevo.

Mantel con ojos, San Francisco
 Como al final de toda relación, si le dejo creo que va a ser porque el problema lo tengo yo, no él, no sé qué hacerme en el pelo, nena. Siento una profunda tentación de hacerme un Natalie V de Vendetta Portman pero tengo un bulto en la pared occipital que me hace temer que voy a acabar pareciendo más bien una Britney American Psycho Spears. ¿Me hago un corte bien corto y a la mierda hombre ya con tanta tontería? En tal caso, ¿pruebo con mi ex de Mordor o busco un nuevo chico hipster? ¿Cuántas oportunidades de meter la pata le dais a vuestro peluquero hasta que lo cambiáis por otro? ¿Debo dejar de ser tan fan de las peluquerías cutres e invertir en una pro? ¿Merece la pena o el resultado al final es el mismo? Qué digo, para qué pregunto, lo mismo, ya os lo digo yo, que cuando acabé la carrera fui a la peluquería más pro de Madrid buscando con Carrie Bradshaw hairdo y salí clavada a Karmele Marchante. Eso ya os lo había contado, se me olvidan las cosas, por eso me corto el flequillo yo sola.

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